miércoles, 30 de noviembre de 2011

EL ÁRBOL DE LOS DESEOS



FOTOS REALES PROPIEDAD DE J. ANGEL ALONSO

Esto que os voy a contar ocurrió en el bosque en el mes de octubre. Todo lo que pasó es cierto, aunque parezca increíble. Todavía me tiemblan las piernas al recordarlo y unas lágrimas pugnan por salir de mis ojos cansados.
Hoy parece que tenga ochenta años, fue lo que envejecí en una mañana brumosa y fría de otoño. Salimos con los perros en busca de trufa. Si encontrábamos algo nos haríamos de oro. Eso fue lo que me prometió Octavio cuando me convenció para salir al monte.
_ Estos perros nos harán ricos, ya verás. Me han asegurado que huelen la trufa a quilómetros. Con un par de kilos tenemos el mes ganado sin trabajar.
El bosque se hallaba silencioso. Un silencio incómodo para mi gusto. Ni siquiera el canto de algún pájaro rompía el monótono crujir de la hojarasca que producían nuestras botas al caminar por la estrecha senda que ascendía hasta la cima del monte.
Los perros olisqueaban los árboles pero no se detenían en ninguno. Horas y horas caminamos sin encontrar ni una miserable seta que llevarnos a la cesta.
Octavio no decía nada. Supongo que nada tendría que decirme. Yo no le reprochaba no haber encontrado ninguna trufa todavía pero ya me estaba cansando de caminar entre piedras y hojas húmedas que conseguían que me resbalara a cada paso que daba.
De repente nos topamos con El Árbol, y digo El Árbol con mayúsculas porque era inmenso y parecía que nos miraba. Los perros comenzaron a aullar y se escondieron entre nuestras piernas haciéndonos trastabillar y caer a los pies de aquella gran mole de madera.
El árbol abrió los ojos y bostezó. Desperezó sus ramas como si llevara tiempo durmiendo y aguardara la llegada de algún intrépido "buscasetas" como nosotros.
¡Ah! Pardillos, pienso ahora, mientras rememoro aquellos momentos.
Octavio había caído de bruces encima del árbol y no tuvo tiempo de darse cuenta siquiera de que El Árbol había cobrado vida como en los cuentos de hadas.
El Árbol lo engulló, tal cual lo cuento. Abrió su fantasmagórica boca y ni siquiera lo masticó. Yo grité y me alejé arrastrándome por el suelo mojado y arañándome los brazos. Los perros hacía horas que habían huido, cobardes. Y yo me encontraba solo frente a aquel monstruo.
_ Soy el que concede los deseos _ gritó con voz estrangulada_. Pídeme lo que quieras. Por cada deseo que yo te conceda tendrás que ofrecerme tú algo a cambio. Ese es el trato.
Pensé en salir huyendo y ojala lo hubiera hecho. Pero creí que era cierto lo que aquel árbol me proponía aunque sonara inverosímil. Y abrí la boca para escupir las palabras que me llevarían a mi perdición.
_ Quiero encontrar en mi casa todo el dinero que pueda caber en una habitación, desde el suelo hasta el techo y cubriendo absolutamente todas las paredes del cuarto.
_ Perfecto. Este deseo es barato. Has tenido suerte. A cambio quiero un dedo. Tú decides cuál me concedes.
No supe que responder. Era irreal, un sueño. No podía ser verdad. El árbol me concedía un deseo pero yo debía pagarle con un dedo. Era un intercambio horripilante.
Pero cedí. Me descalcé la bota del pie izquierdo y le mostré el dedo más pequeño de mi pie.

Hoy soy rico, tengo una isla para mí solo, una mansión donde cincuenta personas cuidan de mí y de mis cosas. Hoy tengo un yate, una impresionante rubia que me achucha cada vez que le muestro la cartera. Pero no soy feliz. Me dejé llevar por la avaricia y olvidé un instante que aquel horrible árbol se había comido a mi amigo, solo pensé en mis delirios de grandeza. Confiado en que aquel ser solo se comería mis dedos continué pidiendo deseos.
Hoy tengo todo lo que un ser humano podría desear en este mundo pero me falta lo más importante. Solo soy una cabeza pensante sin miembros, ciego y sordo, que vive gracias a la tecnología y que ni siquiera puede elegir morir porque no tiene medios para matarse. Dependo de todo y de todos aunque posea un manantial donde no brota agua, solo ofrece billetes.
Maldito árbol y maldita mi avaricia. Hoy quisiera haber sido mi buen amigo Octavio que murió allí sin percatarse de nada o haber huido como los inteligentes perros. Nunca más supe de aquel árbol. Mandé a cientos de buscadores a encontrarlo pero no lo encontraron.