sábado, 1 de septiembre de 2012

LA SOGA (1ª parte)


El látigo rasgaba el aire con su furia mientras aquellos seres sin rostro arrastraban sus míseros cuerpos por el barro.
El capataz era el único que no cubría su cara. Los soles lunares no quemaban su piel escamosa y el aire cargado de ácido penetraba en sus pulmones de acero sin quemar sus entrañas.
Estaba contento. La última remesa de esclavos había llegado en perfecto estado y solo habían tenido que cubrirlos con túnicas. Eran seres sin rasgos faciales, muy extraños para lo que estaba acostumbrado a ver surgiendo de las naves de caza, y estos no morían en aquel siniestro lugar.
Los humanos apenas aguantaban dos días arrastrando la soga. Demasiado débiles. La luz de los soles lunares abrasaba sus delicadas pieles y morían entre grandes gritos, retorciéndose de dolor en el suelo, hasta que el ácido atravesaba sus cuerpos y quemaba sus órganos vitales.
El Mesías había dado la orden de buscar esclavos en otros planetas. La Tierra era demasiado frágil para crear vida que pudiera continuar arrastrando la soga sin morir en aquel infierno.
La soga parecía no tener fin. Llevaban dos siglos sacando cuerda de aquel agujero sin encontrar su final. Un pozo sin fondo en el planeta más escondido y perdido del sistema solarlunar. El Mesías lo descubrió en uno de sus sueños cuando invocaba a su Druida, rogándole que le ayudara a encontrar el sentido de la vida.
El le dijo que en un pequeño planeta, al final del sistema solarlunar, encontraría un minúsculo agujero del que surgiría el inicio de una soga. Debía tirar de ella hasta encontrar su final y allí, amarrado, hallaría el sentido de la vida.
El Mesías no escatimó en gastos y lanzó todas sus naves hacia el inhóspito planeta. Dejó allí a la élite de su ejército.
El capataz, mientras lanzaba su látigo contra los cuerpos malheridos, que a duras penas arrastraban la soga, recordaba los comienzos de aquella insólita aventura.
Contemplaba la soga. Había llegado a amarla. Tantos años allí, sin apenas otra cosa qué hacer que fustigar a seres inferiores, escuchaba el roce de la cuerda y había comprendido que ella le hablaba con aquellos susurros casi inaudibles al oído de otros seres.
La soga se reía de todos ellos. A veces, lloraba, otras dormía. La soga estaba viva. El capataz de aquella operación sentía en su interior el latido de la cuerda. Cuando se despistaba un poco y su mente divagaba en sus recuerdos, la soga le oprimía desde dentro y le animaba a pegar con más fuerzas a los esclavos que bajaban el ritmo en su empuje.
Los nuevos seres sin rostro eran más fuertes que los otros. Llevaban ya muchos meses allí, con aquellas sucias túnicas de níquel y amianto. No se quejaban porque no tenían boca. No comían ni necesitaban dormir porque no tenían ojos. El capataz creía que eran seres insensibles, dudaba, incluso, de que tuvieran corazón. Pero el Mesías estaba muy contento con su hallazgo. Desde que llegaran al pequeño planeta, metros y metros de cuerda habían salido a la superficie.
El no albergaba esperanza alguna de llegar al final. La soga le contaba secretos de muerte. La soga se alimentaba de ella y él no podría impedirlo. Con cada muerto, la soga crecía, con cada ser que tiraba con todas sus fuerzas, ella se hacía más fuerte....


(continuará...)