Un gato correteaba cerca de la basura. Perseguía una cucaracha que se había aventurado a salir de la alcantarilla.
Desde la ventana de la casa se podía observar ese mundo oscuro, subterráneo, al que nadie le da importancia durante el día. En cada rincón de la ciudad se movían las sombras, cobrando vida, mientras las luces de las farolas iban cediendo su luz a la oscuridad.
Desde el refugio de mi sala de estar pensaba en las luces. A veces solo fallaba una farola, en otras ocasiones eran dos o incluso tres seguidas las que se apagaban y al cabo de cierto tiempo volvían con su luz amarillenta para alumbrar a las sombras.
Me di cuenta, después de vigilar cada noche la calle, que cuando las farolas se apagaban, dejaban paso a ese mundo oscuro que todos ignoramos. Se abrían las puertas de otra vida que solo podía disfrutar de este mundo en esos pequeños retazos de oscuridad.
Durante el día no conseguí descubrir ningún indicio de esas puertas, ni de esos seres que se mantenían ocultos en la oscuridad.
Después de pensarlo detenidamente, decidí salir una noche y aguardar escondido, como el gato que espera su presa, a que las farolas se apagaran.
La puerta a otro mundo se abrió en el mismo segundo que la farola dejaba de iluminar la acera y una sombra semitransparente surgió y desapareció en el aire. Salí de mi escondrijo y olí la oscuridad.
Percibí por el rabillo del ojo otras sombras que se detenían a observarme. Las farolas de la calle se fueron apagando una a una y me envolvió el negro de la noche sin luna.
Una mano me agarró del brazo y me empujó a un abismo. Caí infinitamente al vacío.
He despertado en la oscuridad. Aquí no hay nada, ni nadie. No hay farolas ni gente. Solo negrura. Un abismo infinito de oscuridad.
Quiero volver a mi mundo pero no encuentro un atisbo de luz que me abra la puerta.