miércoles, 28 de marzo de 2012

DOLLY

DOLLY (FOTO PROPIEDAD DE MANUEL BARCA. www.manuelbarca.es)

Dolly era rara. En el colegio la mirábamos curiosos pero nunca nos atrevíamos a decirle nada. A mí me daban miedo sus ojos tristes.
Era dócil, nunca molestaba. Hacia los deberes que nos mandaba el maestro y aprobaba los exámenes con notas más que notables.
Nunca hablaba de su casa, ni de sus padres, ni de su perro, si es que lo tenía. Cuando sonaba el timbre de la escuela, recogía sus bártulos despacio, y salía la última de clase. Así nadie la empujaba ni la molestaba. Evitaba cualquier contacto con los otros niños.
Yo sentía atracción hacia ella. Me daba vergüenza admitir que me gustaba su pelo enmarañado, sin peinar y sucio. No lo cuidaba en absoluto. Y la espiaba a escondidas de mis amigos.
Un día me atreví a seguirla hasta su casa. Me ocultaba entre los árboles como un ladrón y no me descubrió hasta que llegamos a la entrada de la vieja mansión embrujada. Allí se detuvo y se giró.
_ ¿Por qué me sigues?_ dijo, con voz suave. Sus ojos me miraron fijamente y me traspasaron, me dieron miedo de nuevo.
Balbuceé:
_Quería saber donde vivías. Me gustaría invitarte a dar un paseo hasta el río.
Dolly no dijo nada. No sé si se sorprendió por la invitación o tuvo miedo de decirme que sí. Me ignoró y entró en la casona.
No podía creerme que viviera allí. Todos pensábamos que aquella casa estaba abandonada. ¿Cómo podía dormir en esa mansión en ruinas?
Me quedé allí parado en mitad de la calle contemplando como Dolly se alejaba y sentí rabia.
¡Qué tonto había sido! Dolly era una rara, nunca más la invitaría a salir y regresé a mi casa sintiendo el escozor de mi primer rechazo amoroso por todo el cuerpo.
Aquella noche no pude pegar ojo. Pensaba en Dolly y en su hogar abandonado. ¿Viviría sola? Tenía que saberlo y urdí un plan para el día siguiente. Iría a visitarla en la noche y la espiaría por la ventana. ¡Ojala no lo hubiera hecho!
Pero lo hice y ahora no puedo dormir. Tengo los ojos abiertos en mi cama y pienso en Dolly, pobre Dolly, y en el día en que vendrá a buscarme.

Me acerqué a la casa aquella noche y no encontré la reja cerrada. Pienso que Dolly adivinó mi intención y me facilitó el camino para que supiera. Hasta ese día siempre había estado cerrada con un candado viejo y oxidado.
La ventana no tenía cortinas y pude asomarme. Y lo que vi ya nunca se me borrará de mis retinas.
Dolly estaba sentada con las rodillas agarradas por sus blancas manos. Sus ojillos me observaron. Me estaba esperando, ahora lo sé. Y yo miré, y descubrí su secreto.
En la chimenea crepitaba el fuego y una mujer vestida con una túnica blanca daba vueltas a una enorme olla. Estaba cocinando. Durante un rato solo se escuchó el crujir de las ramas ardiendo y la cuchara rozando la gran cazuela de acero. Dolly seguía observándome sin moverse, de reojo, anticipándose a mis movimientos.
Al cabo de un rato se escuchó un susurro y Dolly se levantó. La dama de la túnica, ¿sería su madre?, le acercó un plato y Dolly comió. Mientras lo hacía, sus ojos se clavaron en mí y una sonrisa demoníaca surgió de su boca.
Yo no podía apartar los ojos de su rostro y me di cuenta, aterrado, que era sangre lo que estaba sorbiendo con su cuchara de plata.
Decidí que ya había visto bastante y caminé hacia atrás sin apartar la mirada de Dolly y de su cena. De repente, mis pies tropezaron con un bulto y caí a la húmeda hojarasca del jardín abandonado de la casa. Sentí el frío del suelo en mis pantalones vaqueros y descubrí, horrorizado otra vez, la causa de mi caída.
Era una mochila de la escuela. Por la cremallera asomaba un estuche y lo reconocí. Era el plumier de Roberto, con sus llamativas pegatinas de Bart Simpson.
Huí, enloquecido, corrí como alma que se escapa del infierno, sin mirar atrás esta vez, temblando de miedo y pensando que Dolly vendría a buscarme. Yo sería la próxima cena.

Llevo una semana encerrado en casa. No salgo, no como, no hablo. Todos creen que estoy enfermo. Incluso mamá está pensando en ingresarme en un sitio especial para niños como yo. Pero sé que dará igual el lugar dónde me encierren, sé que Dolly o su madre, la dama de la túnica blanca, vendrán a buscarme cuando llegue el momento, cuando sea la hora de cenar...

jueves, 22 de marzo de 2012

EL TESORO

FOTO PROPIEDAD DE EVA SERRANO (EL RINCON DE NUKE)

Paseando una noche sin luna a Luciérnaga, mi perra, hallé un tesoro. Ocurrió de una manera muy extraña. En aquella oscuridad de nubes, la luna se había escondido hacía horas tras una violenta tormenta de rayos y un destello imposible en esa oscuridad me sobresaltó y Luciérnaga trotó hacia la maleza, curiosa, en busca del objeto que lanzaba aquellas ráfagas de brillos de colores.
Entre las hierbas, mi fiel compañera, halló un magnífico diamante sin pulir. Era perfecto. sus aristas lanzaban brillos arcoiris hacia el cielo.
Sin pensarlo, me agaché y lo recogí. Miré a mi alrededor para cerciorarme de que nadie me había visto recogerlo y lo escondí en el bolsillo interior de mi chaqueta. Al cabo de un rato regresamos a casa, cansadas del paseo nocturno y sin darle mayor importancia al hallazgo que se escondía en el interior de mi abrigo me acosté.
A la mañana siguiente encontré a Luciérnaga apagada. Y digo bien, porque su nombre se derivaba de ser una luz en mi vida cuando la encontré abandonada en un cubo de basura. La salvé de una muerte segura y ella me salvó de la soledad.
Hallé a Luciérnaga tumbada, fría, en su camastro, de lado, muerta, con los ojos abiertos, mirando al infinito, sin vida, sin luz. Me dolió en lo más profundo su muerte. Sentí un pinchazo en el corazón, fulminante, y temí morir yo también en ese segundo eterno de dolor absoluto.
No brotaron lágrimas de mis ojos convertidos en piedra. Tampoco sabía qué hacer con Luciérnaga. Pesaba y no salían fuerzas de mi cuerpo fulminado por la pérdida brutal de mi única amiga.
Conseguí moverla un poco y observé su cuello. Grité. Un aullido terrorífico salió de mi garganta.
Un segundo después, el timbre de la puerta me despertaba del aletargamiento en el que me había sumergido tras el descubrimiento cruel y pensé en abrir, pero no lo hice. Quien viera el cadáver de mi perra creería que habría sido yo la causante de su muerte.
Me acerqué a mi mascota y la acaricié suavemente. El cuello estaba roto, los huesecillos fracturados. Una mano enorme y fuerte la había estrangulado en la noche sin dejar otro rastro que sus dedos clavados en la sensible piel de Luciérnaga.
Me abracé a mi perra y la acuné. Unas heladas lágrimas comenzaron a caer despacio por mis mejillas hasta convertirse en una imparable cascada y unos terribles temblores recorrieron todo mi cuerpo. ¿Quién pudo haber sido? No escuché ruidos en la noche y mi sueño nunca es profundo. Ni siquiera un leve gemido de Luciérnaga, porque cualquier movimiento suyo me despertaba siempre.
Decidí enterrarla. Llevármela a escondidas en un saco de basura al descampado donde solía pasear con ella. ...

Casualidad o no, la llevé justo al arbusto donde la noche anterior encontré el diamante. Una voz me susurraba que enterrara también el tesoro. No sé por qué pero un extraño e ilógico miedo me avisaba. Aquella piedra en mi abrigo era la sospechosa número uno del asesinato de Luciérnaga.
Reí en la soledad del que entierra un cadáver. Estaba enloqueciendo, pensé. ¿Cómo un diamante precioso iba a matar a mi perra? Y regresé a casa sin Luciérnaga pero con un montón de millones bajo el brazo, escondidos en un diamante.
Ya en la soledad de mi casa lo saqué del bolsillo de mi chaqueta. Contemplándolo olvidé el dolor de la pérdida de mi compañera. Solo un pensamiento invadía mi mente. ¡Rica, soy rica! La avaricia y la codicia se apoderaron de mí. Loca de alegría bailé con el diamante por la habitación, poseída por sus maravillosas luces.
De repente me detuve inmóvil en mitad del salón. El embrujo del diamante había pasado y recordé a Luciérnaga.
Caí desplomada, sollozando en el sofá. Me sentía mal conmigo misma, cruel y despidada. Una piedra me había hecho olvidar el amor incondicional que me ofreciera mi perra sin pedir nada a cambio, más que comida y alojamiento.
Cerré los ojos y recordé momentos dulces junto al animal. ¿Quién la habría matado? Y el diamante regresó a mi mente. Sentí en esos momentos que tiraban de mi pantalón y pensé que Luciérnaga había regresado de entre los muertos, resucitada, para vivir siempre en su hogar.
Miré hacia abajo y contemplé aterrada como una mano cadavérica reptaba por mi pierna como una araña.
La mano avanzó veloz hacia mi pecho y allí detuvo su camino. Parecía que me miraba pero no tenía ojos. Yo creo que sonreía. Y caí en la cuenta. Había venido a buscar algo que yo le había robado en un matorral.
Sin tiempo a darme cuenta, la mano agarró mi cuello y apretó. Solo cuatro palabras salieron de mi boca antes de quedarme sin aliento: ¡Quédatelo, no lo quiero!




jueves, 15 de marzo de 2012

LA NOCHE Y SU VIDA

Una suave lluvia, de esas que calan y no te percatas, caía silenciosa en la noche abandonada de la ciudad.
Un gato correteaba cerca de la basura. Perseguía una cucaracha que se había aventurado a salir de la alcantarilla.
Desde la ventana de la casa se podía observar ese mundo oscuro, subterráneo, al que nadie le da importancia durante el día. En cada rincón de la ciudad se movían las sombras, cobrando vida, mientras las luces de las farolas iban cediendo su luz a la oscuridad.
Desde el refugio de mi sala de estar pensaba en las luces. A veces solo fallaba una farola, en otras ocasiones eran dos o incluso tres seguidas las que se apagaban y al cabo de cierto tiempo volvían con su luz amarillenta para alumbrar a las sombras.
Me di cuenta, después de vigilar cada noche la calle, que cuando las farolas se apagaban, dejaban paso a ese mundo oscuro que todos ignoramos. Se abrían las puertas de otra vida que solo podía disfrutar de este mundo en esos pequeños retazos de oscuridad.
Durante el día no conseguí descubrir ningún indicio de esas puertas, ni de esos seres que se mantenían ocultos en la oscuridad.
Después de pensarlo detenidamente, decidí salir una noche y aguardar escondido, como el gato que espera su presa, a que las farolas se apagaran.
La puerta a otro mundo se abrió en el mismo segundo que la farola dejaba de iluminar la acera y una sombra semitransparente surgió y desapareció en el aire. Salí de mi escondrijo y olí la oscuridad.
Percibí por el rabillo del ojo otras sombras que se detenían a observarme. Las farolas de la calle se fueron apagando una a una y me envolvió el negro de la noche sin luna.
Una mano me agarró del brazo y me empujó a un abismo. Caí infinitamente al vacío.
He despertado en la oscuridad. Aquí no hay nada, ni nadie. No hay farolas ni gente. Solo negrura. Un abismo infinito de oscuridad.
Quiero volver a mi mundo pero no encuentro un atisbo de luz que me abra la puerta.

jueves, 1 de marzo de 2012

EL FISGON

Parece Toledo, me digo, mientras asciendo la escalinata y tropiezo con los adoquines torcidos, con los salientes de roca mal encajada y resbalo con las zapatillas viejas de suelas raídas y cordones desgastados.
La escalera parece no tener fin. He contado sus peldaños, llevo ciento ochenta y todavía no atisbo su final. ¿Será la escalera que sube al cielo? Al final de mi trayecto encontraré a San Pedro con las llaves de las suites y me asignará la que me corresponde por mis buenos servicios en el mundo terrenal.
Río como un lunático y mis carcajadas retumban en las solitarias y extrañas casas que me acompañan en mi ascenso infinito. Extrañas porque al mirarlas de nuevo me percato de que carecen de puertas y ventanas.
Continúo el ascenso por la escalinata ennegrecida. El sol se aleja y las sombras comienzan a invadir el estrecho espacio entre paredes. Me dan miedo. Se asemejan a las personas que un día debieron habitar aquellas casas sin puertas ni ventanas. Pienso, entonces, en sus almas perdidas, vagando sin rumbo, escaleras arriba y abajo sin encontrar la salida a este oscuro laberinto e, incluso, puedo escuchar sus gemidos lastimeros suplicando clemencia y libertad.
Un momento..., veo una luz que se asoma a través de una ventana solitaria, entre tanta oscuridad, esa luz me reconforta. Desde donde estoy, puedo distinguir una biblioteca bien surtida en un salón acogedor. Mucho me temo que este loco viaje de subida ha tocado a su fin. Entro por la ventana, escojo un libro al azar y me siento en un sillón Basili alumbrado por una Tíffanys de pie, inmediatamente me doy cuenta de que el libro está nuevo, se trata de una primera edición de Crimen y Castigo jamás abierto. Miro a mí alrededor, mi corazón se conmueve con la presencia de un Picasso, un Pollock y un Seurat inéditos. Esta debe ser la casa de un gran coleccionista, en cada rincón, perfectamente iluminada, hay una obra de arte. Siento que estoy en peligro, debo salir de aquí. Lo intento, pero un frío y duro cristal me lo impide, una luz enfoca hacia mis ojos, entorno la mirada aturdido y descubro el letrero que cuelga bajo mis pies: “El fisgón”, óleo sobre lienzo, Diego de Velázquez 1660.


(ESTE RELATO SE HA ELABORADO ENTRE FERNANDO LOZANO Y WISQUENSIN)