Bello día de invierno. La nieve se acumulaba rica y feliz en las montañas, guardando su precioso oro líquido para el caluroso verano que se avecinaba. Las gotas del rocío helado se derretían despacio y caían suaves entre las hojas de los árboles del bosque. Sólo el humo de una chimenea rompía el encanto de una mañana helada de diciembre.
En la pequeña choza medio derruida dormía un ermitaño vestido con telas viejas y sucias, andrajos robados en la noche a los habitantes del pueblo cercano. Vivía solo, sin más compañía que unas cabras, también ancianas como él, que lo alimentaban con su leche envejecida.
El viejo decrépito llevaba meses sin salir de su cabaña. Tenía miedo, un terror ancestral que se había ido introduciendo en sus entrañas despacio, hasta alcanzar su mustio corazón. La luz del sol le producía hinchazón en sus ojos sucios, sin brillo y repletos de legañas. Y un hedor a podredumbre lo axfisiaba lentamente. Yacía casi sin fuerzas entre la hojarasca que en verano fue recogiendo para hacerse un cama....
Bello día de invierno. Dos jóvenes corrían por la senda persiguiéndose.Iban abrigados, enfundados en sus caros abrigos de pluma de oca. Sus gritos infantiles espantaban a los pajarillos del frío que, asustados, volaban alejándose del ruido.
Sin percatarse de ello, aquella mañana se habían alejado del pueblo desoyendo los consejos de su abuelo.
El camino discurría serpenteante siguiendo el fluir de un río helado. Al principio aquel arroyo dejaba escapar entre su hielo un hilillo de agua, pero conforme se iba ascendiendo hacia las montañas, la escarcha se apodeba de sus rocas y el agua desaparecía bajo un manto de hielo cada vez más grueso.
Los chicos contiuaban inmersos en su juego. Un minuto Andrés era el perseguido para quedar rezagado y convertirse en perseguidor al minuto siguiente. No se daban cuenta, pero el sol iba desapareciendo poco a poco entre unas nubes negras que vaticinaban tormenta, mientras los árboles del bosque se iban cubriendo de más hielo.
De repente Andrés se detuvo y observó el cielo.
_ Pedro, mira esas nubes. ¿No te dan miedo?
Pedro alzó sus ojos y contempló las nubes negras que se arremolinaban alrededor de ellos como si cobraran vida.
_ Un poco, parecen vivas. ¿Volvemos?
En aquellos instantes un rayo iluminó el sendero y una lluvia helada comenzó a caer de repente.
Andrés y Pedro se miraron asombrados. La lluvia no era agua. Las gotas eran como agujas que se clavaban en sus mullidos abrigos. La plumas de sus prendas comenzaron a volar surgiendo de los agujerillos que las gotas de lluvia iban abriendo al caer en ellas.
Los jóvenes corrieron. No veían refugio alguno donde esconderse. Alguna gota se colaba entre sus gorros y se incrustaba dolorosamente en sus cabezas. Las lágrimas de dolor ya corrían por sus mejillas y quedaban convertidas en escarcha.
Al doblar una curva del camino divisaron la cabaña y el humo que surgía de su desvencijada chimenea.
_ Refugíemos allí_ gritó Pedro, y corrieron a pesar del dolor que sentían al clavarse el hielo en sus cuerpos, hasta llegar a la choza y refugiarse en su interior...
Bello día de invierno. El pueblo andaba revuelto. En casa de Aurelio se habían reunido todos.
_ Amalia no llores. Ya verás como aparecen. Se habrán refugiado con esta lluvia y cuando cese, volverán mojados para que los calientes con uno de tus caldos.
Benita arropaba a su vecina que no cesaba de gimotear. Su marido la miraba preocupado.
Los niños habían salido a jugar ya hacía seis horas y no habían regresado. Era cierto que la lluvia cayó intempestiva y que lo más lógico sería que hubiesen buscado refugio en alguna cabaña de pastores del bosque hasta que cesara de llover. Pero él seguía preocupado. Les había aconsejado miles de veces que no se alejaran del pueblo, que no siguieran el río hacía arriba, que era peligroso. Y hoy no habían vuelto como todos los días.
El pueblo entero se había reunido y decidió en asamblea salir en busca de Andrés y Pedro. Se divieron en dos bandos. Unos subirían río arriba y otros bajarían por el barranco hasta el pueblo vecino.
El abuelo de los niños decidió ir con el grupo que ascendía por el sendero del río. Recordaba viejas historias de su madre y sentía punzadas de pánico en su estómago.
Mientras ascendían la cuesta del camino, Aurelio iba descubriendo el hielo. A cada paso que daban había más escarcha entre las ramas de los árboles. Ya había dejado de llover pero todo era blanco, un manto de hielo cubría el río, el bosque y el propio camino por el que andaban. Preocupado siguió a sus vecinos. Tanto hielo no era normal.
A lo lejos divisaron uan cabaña semiderruida y apresuraron sus pasos. Los jóvenes traviesos debían estar allí resguardecidos del viento y de la lluvia.
Al llegar observaron que la cabaña se hallaba abandonada. La puerta colgaba de una oxidada bisagra y milagrosamente todavía no se había soltado de la podrida madera. El techo estaba cubierto de grandes agujeros por donde se colaba la tenue luz de los rayos de sol del atardecer. Entraron y no encontraron a nadie.
Aurelio decidió continuar la búsqueda siguiendo el camino que serpenteaba junto con el río helado.
Al cabo de un tiempo de ascenso, ya fatigado por el frío y el caminar rápido sobre el helado suelo, descubrió en una roca sentado a un pastor. Era de mediana edad, portaba en su mano un bastón y a su lado, adormecidas, se hallaban unas cabras lustrosas y sanas.
_ Buen pastor, ¿ha visto usted a unos niños corretar por estos caminos?
El pastor observó a Aurelio durante unos instantes. Sus ojos brillaban y una sonrisa maligna asomó imperceptible a sus labios.
_ La verdad es que hacía meses que no veía a nadie por aquí_ y no mentía_ Además, hasta hace un rato no ha parado de llover. Por aquí no han pasado, lo siento.
Aurelio se quedó mirando al pastor y dándole las gracias regresó sobre sus pasos hasta la cabaña abandonada donde lo aguardaban sus vecinos regresando al pueblo cabizbajos.
El pastor los siguió con la mirada. Sentía en sus entrañas el poder de la sangre nueva. El brío de los músculos jóvenes y el corretear de su oxígeno libre por sus pulmones. Ya no sentía el hedor a podredumbre de su carne ni cubrían sus ojos las telarañas de la vejez. Esta vez había estado cerca de sucumbir al invierno. Gracias a aquellos niños traviesos se había salvado. Y la escarcha había dejado de caer...