FOTO PROPIEDAD DE EVA SERRANO (EL RINCON DE NUKE)
Paseando una noche sin luna a Luciérnaga, mi perra, hallé un tesoro. Ocurrió de una manera muy extraña. En aquella oscuridad de nubes, la luna se había escondido hacía horas tras una violenta tormenta de rayos y un destello imposible en esa oscuridad me sobresaltó y Luciérnaga trotó hacia la maleza, curiosa, en busca del objeto que lanzaba aquellas ráfagas de brillos de colores.
Entre las hierbas, mi fiel compañera, halló un magnífico diamante sin pulir. Era perfecto. sus aristas lanzaban brillos arcoiris hacia el cielo.
Sin pensarlo, me agaché y lo recogí. Miré a mi alrededor para cerciorarme de que nadie me había visto recogerlo y lo escondí en el bolsillo interior de mi chaqueta. Al cabo de un rato regresamos a casa, cansadas del paseo nocturno y sin darle mayor importancia al hallazgo que se escondía en el interior de mi abrigo me acosté.
A la mañana siguiente encontré a Luciérnaga apagada. Y digo bien, porque su nombre se derivaba de ser una luz en mi vida cuando la encontré abandonada en un cubo de basura. La salvé de una muerte segura y ella me salvó de la soledad.
Hallé a Luciérnaga tumbada, fría, en su camastro, de lado, muerta, con los ojos abiertos, mirando al infinito, sin vida, sin luz. Me dolió en lo más profundo su muerte. Sentí un pinchazo en el corazón, fulminante, y temí morir yo también en ese segundo eterno de dolor absoluto.
No brotaron lágrimas de mis ojos convertidos en piedra. Tampoco sabía qué hacer con Luciérnaga. Pesaba y no salían fuerzas de mi cuerpo fulminado por la pérdida brutal de mi única amiga.
Conseguí moverla un poco y observé su cuello. Grité. Un aullido terrorífico salió de mi garganta.
Un segundo después, el timbre de la puerta me despertaba del aletargamiento en el que me había sumergido tras el descubrimiento cruel y pensé en abrir, pero no lo hice. Quien viera el cadáver de mi perra creería que habría sido yo la causante de su muerte.
Me acerqué a mi mascota y la acaricié suavemente. El cuello estaba roto, los huesecillos fracturados. Una mano enorme y fuerte la había estrangulado en la noche sin dejar otro rastro que sus dedos clavados en la sensible piel de Luciérnaga.
Me abracé a mi perra y la acuné. Unas heladas lágrimas comenzaron a caer despacio por mis mejillas hasta convertirse en una imparable cascada y unos terribles temblores recorrieron todo mi cuerpo. ¿Quién pudo haber sido? No escuché ruidos en la noche y mi sueño nunca es profundo. Ni siquiera un leve gemido de Luciérnaga, porque cualquier movimiento suyo me despertaba siempre.
Decidí enterrarla. Llevármela a escondidas en un saco de basura al descampado donde solía pasear con ella. ...
Casualidad o no, la llevé justo al arbusto donde la noche anterior encontré el diamante. Una voz me susurraba que enterrara también el tesoro. No sé por qué pero un extraño e ilógico miedo me avisaba. Aquella piedra en mi abrigo era la sospechosa número uno del asesinato de Luciérnaga.
Reí en la soledad del que entierra un cadáver. Estaba enloqueciendo, pensé. ¿Cómo un diamante precioso iba a matar a mi perra? Y regresé a casa sin Luciérnaga pero con un montón de millones bajo el brazo, escondidos en un diamante.
Ya en la soledad de mi casa lo saqué del bolsillo de mi chaqueta. Contemplándolo olvidé el dolor de la pérdida de mi compañera. Solo un pensamiento invadía mi mente. ¡Rica, soy rica! La avaricia y la codicia se apoderaron de mí. Loca de alegría bailé con el diamante por la habitación, poseída por sus maravillosas luces.
De repente me detuve inmóvil en mitad del salón. El embrujo del diamante había pasado y recordé a Luciérnaga.
Caí desplomada, sollozando en el sofá. Me sentía mal conmigo misma, cruel y despidada. Una piedra me había hecho olvidar el amor incondicional que me ofreciera mi perra sin pedir nada a cambio, más que comida y alojamiento.
Cerré los ojos y recordé momentos dulces junto al animal. ¿Quién la habría matado? Y el diamante regresó a mi mente. Sentí en esos momentos que tiraban de mi pantalón y pensé que Luciérnaga había regresado de entre los muertos, resucitada, para vivir siempre en su hogar.
Miré hacia abajo y contemplé aterrada como una mano cadavérica reptaba por mi pierna como una araña.
La mano avanzó veloz hacia mi pecho y allí detuvo su camino. Parecía que me miraba pero no tenía ojos. Yo creo que sonreía. Y caí en la cuenta. Había venido a buscar algo que yo le había robado en un matorral.
Sin tiempo a darme cuenta, la mano agarró mi cuello y apretó. Solo cuatro palabras salieron de mi boca antes de quedarme sin aliento: ¡Quédatelo, no lo quiero!